Entre tambores...
Que quieren que les diga, que estas son las mejores fechas del mundo para mí, que es lo que más me gusta de la Tierra Baja, que siento y disfruto de la Semana Santa aún siendo un agnóstico convencido. Yo reivindico al alma pagana del tambor, el “sacrosanto” momento de Romper la Hora, ese adueñarse de la calle como espacio público para sumirse en un frenesí de sentimientos, de impresiones, un deleite para los sentidos que se palpa en cada redoble.
Me sirve para el reencuentro, para compartir y para sentir, me divierte y me encanta. Convivimos con las dos almas de nuestra Semana Santa, aquellos que la sienten con devoción, con profundo recogimiento, y quienes la vivimos como un sentimiento que trasciende de lo humano.
Como todos los años ya he tensado mi bombo, en casa están dispuestas las túnicas y las galas, y me sigue sobrecogiendo la emoción del jueves, esos momentos previos de tensa calma, mirando a cada momento el reloj, esperando esa señal que da rienda suelta al momento más universal de cuantos compartimos las gentes de esta tierra. Un sonido que todo lo envuelve, hasta convertirse en la banda sonora de nuestra existencia, pese a quien pese, aunque sea al mal tiempo. El tambor y el bombo están por encima de políticos, de credos religiosos, de polémicas y de polémicos; el tambor y el bombo hermanan, y lo hacen en la distancia, porque sé que esa noche, desde mi rincón de la Plaza de los Arcos, con mi cuadrilla de siempre, me hermanaré en un abrazo tamborilero que trascienda a la noche, con mis amigos de Híjar, de Samper, de Urrea, de Albalate, de Andorra, de La Puebla, y nos uniremos en ese momento inenarrable, al que horas después se sumen las gentes de Calanda, y a su manera el pueblo de Alcañiz.
Que suenen pues los tambores, que suenen, que no le den tregua al silencio, que todo lo envuelvan, que llenen de sonidos nuestras noches y nuestros días, como ese grito ancestral que nos une, que nos hace aún más grandes a las gentes del Bajo Aragón.
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